Los
problemas de pareja son problemas personales que se expresan en la relación, y
es en el vínculo amoroso donde emergen, dado que estando con otro salen a
la luz aspectos de uno que estaban en la sombra. La neurosis de uno se engancha
con la del otro.
La
idea principal es plantearse:
Si
te molesta esta situación, ¿qué cuestión personal se refleja en el conflicto?
Ya que “una piedra nunca te irrita a menos que esté en tu camino".
Lo
que sucede es que:
“Proyecto
en el otro las partes de mi que más rechazo.
"Cuando
me doy cuenta de cómo me molesta esto en el otro, investigo cómo me molesta en
mí mismo".
"Si
pienso que yo no tengo nada de eso que me molesta del otro, el trabajo es darme
cuenta de qué pongo yo de lo que tengo; porque si no pusiera de lo mío no me
molestaría".
Jung
lo denomina “sombra”. Proyecto mi sombra en mi compañero y al verla en él, la
descubro. Entonces, tengo dos posibilidades: Intentar destruir la temida
amenaza destruyéndolo a él o aceptar la oportunidad de integrarme con mi sombra
y terminar para siempre con su amenaza.
Sin
duda, esto último, cambia totalmente la visión y comprensión de los
problemas de pareja, puesto que dejo de culpar al otro por lo que hace y
comienzo a ver qué estoy poniendo yo en este particular conflicto.
En
vez de utilizar mi energía para cambiar al otro, la utilizo para observarme. Y
a partir de allí hablar de mí, de lo que yo necesito, de lo que a mí me pasa
con las actitudes que él tiene.
Esto
es mucho más fácil de escuchar para la otra persona.
La
llave es estar siempre conectada con lo que me está pasando y no hablar del
otro. En todo caso, si no me agrada lo que sucede ¿qué otra cosa podría hacer
yo para generar algo que me guste más?
Puedo
quedarme llorando y quejándome, puedo buscar otro marido, o puedo ver cómo
estar lo mejor posible con el que quiero y estoy.
Puedo
usar el conflicto para encontrarle una salida creativa, para ver qué puedo
desarrollar de mí misma, con qué puntos ciegos me estoy enganchando.
No
se trata de esperar que no haya conflictos, sino de verlos como una oportunidad
para desarrollarme.
Y
si bien es cierto que una de las dificultades es lo proyectado, la otra es la
dificultad para darnos cuenta de que es lo que verdaderamente necesitamos.
Generalmente,
cuando no obtenemos lo que creemos necesitar, nos resulta más fácil reaccionar,
antes que procurarnos aquello que nos falta, aunque muchas veces estemos
pidiendo cosas equivocadas.
Por
ejemplo, puedo hacer un escándalo porque llegaste tarde. Así, la discusión se
centra en esa pelea aparente. Pero no se trata de eso, sino de ver qué es lo
que te estoy pidiendo a través de la puntualidad. Si me enojo porque llegás
tarde, quizás lo que necesite no se resuelva con que llegues temprano.
Habría
que ver qué es lo que me afecta tanto, qué interpretación hago de tu llegada
tarde, qué es lo que necesito de vos, qué te estoy pidiendo a través del
reclamo de puntualidad... ¿Que me demuestres que te importo?, ¿que me valores?,
¿que me consideres? ¿De qué estoy hablando cuando reacciono? Hace falta una
observación profunda y sin juicio para ver que carencias inconscientes hacen
que reaccione de esa manera tan “arcaica” que en realidad proviene de los
primeros años de vida, de las conductas aprendidas para defendernos de
las heridas que padecimos en la infancia.
John
Bradshaw llama a este recuerdo de la herida primigenia "el niño
herido". Es este niño herido que llevamos dentro el que nos hace actuar
así. Los dolores que no pudimos expresar en nuestra infancia los cargamos como
una mochila, y se expresan con nuestras reacciones antes de que nos demos
cuenta. Estas reacciones son las que nos causan más problemas en las relaciones
íntimas, y claro, a la otra persona, le parecen irracionales, y exageradas.
Cuando
estamos en una relación, los enojos y dolores no resueltos en el pasado los
actuamos en el presente con el otro a través de nuestras reacciones. Por lo
general, estos viejos dolores no aparecen hasta que nos ponemos en pareja,
y suponemos que es nuestro compañero el que los causa. Habitualmente no
ocurre al principio, sino en la medida que nos vamos sintiendo verdaderamente
unidos con el otro.
En
muchos casos de separación el problema no se encuentra en la relación de uno
con el otro, sino en asuntos no resueltos de uno de ellos (o de los dos) con su
propio pasado.
Hasta
que no me ocupe de este niño herido él seguirá reaccionando y empeorando mis
relaciones íntimas.
Y el
único que puede escucharlo soy yo mismo, cuando me ocupo de su tristeza, de su
enojo. Entonces el niño no va a reaccionar, porque está contenido.
Algunas
de estas heridas no las podemos descubrir en soledad, necesitamos de alguien
que nos ayude a encontrar y nos permita sentir lo que sentimos sin
descalificamos. El niño herido necesita validación de su dolor, sólo después,
puede expresarlo y atravesarlo.
El
dolor es un proceso que ocurre a través del shock, la tristeza, la soledad, la
herida, el enojo, la rabia, el remordimiento.
Para
llegar al punto del dolor es fundamental salirse de culpar al otro y observar
qué me pasa a mí con mis reacciones.
Cuando
establecemos una pareja hacemos un pacto inconsciente en el cual, por ejemplo,
yo espero que vos seas el padre que no me va a abandonar y vos esperás que yo
sea la madre que te va a aceptar incondicionalmente como sos. Y cuando esto no
ocurre, porque es imposible que el otro cure mis heridas, empiezo a culparte.
Hay
personas que pueden ser brillantes en el nivel adulto, pero cuando vuelven a la
intimidad de sus relaciones más comprometidas no son más que niños
infinitamente necesitados que reaccionan frente a la falta de cariño, de
atención o de reconocimiento.
Muchas
veces los adultos no se ponen de acuerdo porque en realidad cada uno está
expresando a su niño herido, como en su infancia reclamándole a su mamá o a su
papá diferentes cosas, y el otro no puede dar porque también está pidiendo lo
suyo.
Como
dice Welwood, “podemos aprender a aprovechar cada dificultad que encontramos en
el camino para ahondar más, para conectarnos con más profundidad; no sólo con
nuestra pareja, sino también con nuestra propia condición de estar vivos."
Nunca
como ahora las relaciones íntimas nos habían llamado a enfrentarnos a nosotros
mismos y a los demás con tanta sinceridad y conciencia. Hoy mantener una
conexión viva con una pareja íntima nos pone frente al desafío de liberarnos de
viejos hábitos y puntos débiles, y desarrollar todo nuestro poder; sensibilidad
y profundidad como seres humanos.
En
el pasado, quien deseaba explorar los misterios mas profundos de la vida se
recluía en un monasterio o llevaba una vida ermitaña; en la actualidad, las
relaciones íntimas se han convertido, para muchos de nosotros, en la nueva tierra
indómita que nos coloca cara a cara con todos nuestros dioses y demonios.
Como
ya no podemos contar con las relaciones personales como fuentes predecibles de
comodidad y seguridad, ellas nos sitúan ante una nueva encrucijada, en la que
debemos hacer una elección crucial.
Podemos
luchar para aferrarnos a fantasías y fórmulas viejas y obsoletas, aunque no se
correspondan con la realidad ni nos conduzcan a ningún lugar; o por el
contrario, podemos aprender a tomar las dificultades en nuestras relaciones como
oportunidades para despertar y sacar a la luz nuestras mejores cualidades
humanas: el darse cuenta, la compasión, el humor; la sabiduría y la valerosa
dedicación a la verdad.
Si
elegimos esto último, la relación se convierte en un camino capaz de profundizar
nuestra conexión con nosotros mismos y con las personas que amamos, y de
expandir nuestro sentido de lo que SOMOS ……
Los que emprendemos este viaje tenemos que aprender algo nuevo: cómo permitir
que el compromiso evolucione de modo natural, con muchos vaivenes, avances y
retrocesos.
Por
tanto, la incertidumbre con respecto a nuestra capacidad de enfrentar todos los
desafíos que se presenten no es un problema, es parte del camino mismo.
SENTIR EL DOLOR PARA DESCUBRIR MIS NECESIDADES
Cuando
queremos algo y no lo tenemos, es necesario sentir el dolor, este me permite
encontrar mis verdaderas necesidades, y así podré satisfacerlas.
Porque si nos resistimos a sentirnos vulnerables, cada vez nos endurecemos más
y nos alejamos de la posibilidad de dejarnos sentir lo que necesitamos, y
cerramos también nuestra capacidad de recibir.
Esta
estrategia de no sentir nos puede haber servido durante la infancia.
Quizás haya sido más que inteligente no sentir una necesidad que en realidad no
podíamos satisfacer, pero de grandes podemos darnos nosotros mismos lo que
necesitamos, o buscar las personas adecuadas a quienes pedírselo. Ya no
dependemos de nuestros padres. Somos vulnerables pero no frágiles.
No
hay intimidad con estrategias, con ellas no vamos a sentir; cumpliremos con
nuestras metas, o sentiremos el placer de dominar al otro, o de conquistarlo, o
lograremos que otro nos mire; pero eso no tiene nada que ver con el verdadero
encuentro, con la intimidad, con el amor.
La
idea es darnos en nuestra relación el espacio para el dolor y la confusión que
aparecen cuando desarmamos nuestra estrategia antifrustración. Este es el
camino del encuentro con otro ser humano.
A
partir de las frustraciones inherentes a la educación solemos creer que no
somos valiosos o queribles tal como somos, y entonces nos vemos empujados a
crear una identidad a la medida de aquellos por los que nos sentimos
rechazados, nuestros padres.
Esta
identidad no alcanza para el aplauso, así que creamos una segunda identidad
compensatoria, que dará lugar a una tercera, y a una cuarta, y a todas las
necesarias hasta llegar a la que reciba la aprobación de los educadores,
pensando que así vamos a lograr que nos quieran.
Invento
una identidad querible sobre la base de creer que mi ser, tal como es en
realidad, no es querible.
Entonces,
cuando estamos en una relación íntima, el deseo que tenemos es que nuestro
compañero confirme nuestra identidad compensatoria y, por otro lado, tenemos
miedo de que nuestra identidad deficiente sea vista, que el otro se dé cuenta
de que no somos como nos mostramos y por lo tanto, quizás, que no somos
merecedores de su amor.
La
clave consiste en animarnos a sacarnos de encima nuestra supuesta identidad,
instalarnos en el mundo sin tener la exigencia de responder a ella,
descubriéndonos todo el tiempo y observando qué nos sale.
La
identidad es algo que nos inventamos y nos hace sufrir, porque nos exige
responder de acuerdo con ella.
Buscamos
la intensidad del encuentro pero cuando llega nos asustamos, nos desestabilizamos.
Y sin embargo es muy difícil no ansiarlo, porque intuimos que no hay nada más
saludable que un encuentro auténtico, sin máscaras, sin engaños, actualizado y
sin expectativas. Pero también intuimos que el riesgo de sufrir tiene un precio
muy alto.
Nos
da tanto miedo entregarnos, fundirnos en el otro, que sólo podemos hacerlo
parcialmente. El intento de protección contra los dos grandes monstruos: el
rechazo y el abandono.
Es
muy duro desear a alguien y que no esté. Tal vez el trabajo consista en perderle
el miedo a la entrega. Es increíble el miedo a la entrega, cómo
reaccionamos para no encontrarnos. Cómo armamos líos y creamos distancia. Cómo
nos confundimos y confundimos a los demás. Generalmente hablamos de mecanismos
inconscientes.
Para
evitar sentir el dolor del desencuentro, frenamos a veces la
espontaneidad, buscamos vidas seguras encerradas en nuestra vieja personalidad
calentita y estructurada.
Y
no es que esté mal, tampoco podemos vivir en carne viva. Pero este encierro se
vuelve tarde o temprano, aburrido y angustiante.
Es
un “misterio”, hay personas que me llevan a abrirme y otras que me llevan
a cerrarme. ¿Qué pasa allí?
Uno
es quien decide abrirse o no con determinada persona en tal o cual momento.
Siempre
está rondando el miedo a la entrega, a sufrir, a desestabilizamos, a perder
todo lo que fuimos logrando con la construcción de nuestra identidad.
Es
interesante el tema de la química con el otro, tal vez porque ahí está el
misterio.
A
veces, podemos mirar a una persona y rechazarla, y sin embargo, en un
instante o dos, al cambiar de mirada, sorprendernos amándola.
Esta
es la paradoja del vínculo
amoroso:
Todo
el tiempo somos otro, y la otra persona, también es “otro”.
La
propuesta es aceptar esto y ver qué día se da el encuentro y qué día no se da,
aceptar estas idas y vueltas de la relación como algo que es así, sin esperar
otra cosa. No exigirnos sentir siempre lo mismo. Admitir con gusto el
movimiento de las emociones y, por supuesto, aceptar que el otro también tenga
esta conducta.
Siempre
que una relación es real se está creando y recreando de momento a momento.
Esta
dinámica de lo real también opera sobre la personalidad.
Me
refiero al ‘ser” en pareja y al “ser’ de cada uno. La personalidad es un
vehículo para “descubrir” al Ser, nuestra Esencia.
Es
importante tomar conciencia de que somos el Ser y no solo la posición con la
que nos identificamos.
La
mente tiene esta capacidad de definirnos de cierta manera, como si al ser de
tal o cual forma no pudiéramos ser de ninguna otra.
Este
es el mecanismo que nos impide ser completos.
Damos
por sentado que somos el yo que nuestra mente ha construido, y no advertimos
que ese yo es algo que se formó en el pasado, que tiene sus raíces allí y que
su lealtad está dirigida a cosas que ocurrieron entonces, hechos y recuerdos
más o menos distorsionados que estamos sosteniendo y tratando de mantener o de
ocultar.
En
consecuencia, no podemos estar totalmente presentes, porque estamos atados a
las cosas del pasado que nos determinaron a crear nuestra identidad. El yo
estructurado es una resistencia a la Presencia incondicional.
El
trabajo consiste en cambiar nuestra lealtad al yo construido, el yo habitual,
hacia nuestra verdadera naturaleza, que está por afuera de las barreras de
nuestro yo construido.
Salirnos
de nuestra personalidad, para dejar que pierda fuerza, para agradecerle que nos
haya ayudado a sobrevivir hasta ahora, pero aceptar que ya no nos sirve.
Nos
da miedo y es muy difícil meternos en los lugares oscuros de nuestro ser y
abandonar nuestra vieja y conocida identidad.
El
hecho de dar y recibir amor se convierte en una tarea muy ardua si no estoy
decidido a dejar mi vieja estructura.
De
distintas maneras, todos buscamos querer y ser queridos, aceptados,
considerados, etc.
No
se trata de librarnos de nuestro yo construido, ni de romperlo, ni siquiera es
cuestión de criticarlo o condenarlo de ninguna manera. Hacer esto sería un
error. Porque es un paso en el camino, tuvo y sigue teniendo una función. Más
bien se trata de trascender la personalidad.
Las
diferencias entre la estructura y la Esencia a veces no son tan rígidas, pero
siempre son importantes:
- La
estructura (personalidad) está basada en el pasado, la Esencia es siempre
presente.
- La
estructura es reactiva, en cambio la Esencia es abierta y no reactiva.
- La
estructura está relacionada con tratar de hacer, con el esfuerzo; por el
contrario, la Esencia es sin esfuerzo, es no hacer.
- La
estructura está siempre mirando algo, queriendo algo, necesitando algo…. La
Esencia está llena, no necesita nada.
- La
estructura está mimando afuera, la Esencia se asienta en sí misma.
Welwood
nos anima a salirnos de la idea de un yo estructurado. El propone directamente
que nos conectemos con el vacío en vez de esforzarnos en llenarlo con una falsa
identidad.
Pero
esa sensación de vacío es vivida como la gran amenaza a nuestra estructura. De
hecho, todo el proyecto de identidad es una defensa para no sentirla.
La
mente no puede agarrar el vacío, la mente crea las historias sobre el vacío,
como si fuera un agujero negro. El yo construye una barrera y todo lo que está
afuera aparece como potencialmente peligroso.
El
YO estructurado transforma esa conducta evitativa en una necesidad vital,
consiguiendo que la vida acabe girando permanentemente alrededor del peligro
que implica el vacío.
Estamos
mucho más vivos cuando nos animamos a darnos cuenta de que no estamos
necesariamente obligados a saber todo el tiempo quiénes creemos que somos, y
que no tenemos por qué asegurar exactamente y al detalle qué se puede esperar
de nosotros.
Darnos
cuenta de que sí podemos lanzarnos a la experiencia de lo que deviene sin
encadenarnos a un yo que nos limite a unas pocas respuestas conocidas.
Fuente: “Amarse con los ojos abiertos” J. Bucay y S. Salinas
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