Por muy iluminado o despierto que estés, o libre de quien
piensas que eres, por mucho que te aferres a la imagen de ti mismo de persona
«libre de ego», «libre de búsqueda» o «totalmente liberada y en paz», en las
relaciones íntimas tendrás por fuerza un encuentro cara a cara con esas olas de
experiencia que no aceptas, que no amas.
Suele decirse que la relación es solo un espejo en el que te
ves a ti mismo.
Incluso el individuo más «iluminado» puede seguir
experimentando conflicto en sus relaciones personales más íntimas.
¿Significa esto que no está de verdad iluminado, o tal vez
que debemos revisar la idea que tenemos de lo que significa estar
iluminado?
Nada como las
relaciones puede hacerte despertar a quien realmente eres, de eso no hay duda.
Cuando nos damos
cuenta de que las relaciones íntimas siempre van a hacer que afloren las olas
que hemos rechazado, las olas que no amamos, una respuesta posible sería decir:
«No quiero experimentar esas olas. ¡Voy a evitar por completo todo tipo de
relación! Voy a hacerme asceta espiritual; me voy a ir a vivir a una cueva de
algún lugar lejano y a mantenerme apartado de la gente. Voy a hacerme célibe, a
reprimir los sentimientos más íntimos; voy a desconectarme del resto de la
gente, porque la gente me hace sufrir, y no quiero sufrir».
Lo que sucede es que
evitar la relación se convierte en realidad en otro tipo de relación: una en la
que te aíslas de los demás, probablemente porque no quieres que te hagan
enfrentarte a esos aspectos de ti mismo que no has permitido y aceptado en tu
vida. Pero la relación no-relación es, qué duda cabe, una relación. Es una
postura que adoptas ante los demás, una manera de relacionarte con ellos que
probablemente nazca del miedo al rechazo.
Así que, al final, las
relaciones no se pueden evitar. Siempre te relacionas con los demás y con el
mundo, tanto si te gusta como si no. Siempre estás vinculado con todo: el sol,
el mar, los árboles, el cielo, los animales, los pensamientos, los
sentimientos, los sonidos, los olores, las sillas, las mesas, otras personas...
Eres el mundo, y el mundo eres tú, como decía Krishnamurti. Eres la nada que
permite que todo sea.
El final de la búsqueda no es un desapego frío e inhumano de
la vida, de los demás, de las relaciones, aunque esta pueda ser una etapa por
la que alguna gente pasa en su viaje. El final de la búsqueda es la posibilidad
de tener auténticas relaciones humanas, reales, despiadadamente sinceras,
porque, cuando no hay búsqueda, cuando ya no esperas que otro ser humano te
complete, cuando ya no necesitas manipular a los demás en beneficio propio,
cuando ya no ves separación, eres libre por fin de poder escuchar de verdad a
los demás, de encontrarte de verdad con ellos exactamente donde están, de ver,
oír y entender realmente quién y qué está delante de ti.
El final de la
búsqueda abre un inmenso espacio donde puedes ser de verdad honesto en tus
relaciones, y ya no tienes necesidad de esconderte detrás de conceptos
espirituales como «no hay un yo» o «las relaciones son una ilusión»..., ni
detrás de ningún concepto. Todos los conceptos se convierten en cenizas en la
hoguera de la vida real, en los altos hornos de la intimidad.
Cuando reconoces quién
eres realmente, eres libre de amar de verdad a la persona que tienes delante,
sin miedo, sin tener que estar jamás a la defensiva. Descubres entonces que el
amor es en verdad incondicional por naturaleza.
Todas las preciosas percepciones espirituales que tiene el
buscador sobre la completitud y la no existencia son magníficas, pero si esas
percepciones no se extienden hasta penetrar en las partes más íntimas de
nuestra vida, si no llegan hasta lo más profundo de nuestra experiencia
personal, si no conducen a la extinción de la búsqueda en todas sus
manifestaciones, seguirán siendo meras palabras.
Creer que no tienes un yo o que no eres «nadie» o que todo es
Unidad está muy bien, pero ¿qué sucede con esas percepciones cuando tu pareja,
tu hijo, tu hija, tu madre o tu padre empiezan a llorar porque se sienten
heridos por algo que acabas de decir?
¿No les haces ni caso, porque «están perdidos en un relato
dualista»?
¿Les pides que te dejen solo, porque «no hay nadie aquí»?
¿Les dices que lo que
han de hacer es iluminarse, como tú, y entonces ya no sufrirán?
¿Te retiras y los
obligas a que se vayan a algún sitio a meditar, a indagar en sí mismos, a
trabajar consigo mismos hasta que se calmen y lo vean todo con claridad?
¿Les das una conferencia sobre cómo no existe ninguna
relación y si piensan lo contrario, es porque «todavía tienen un ego»?
¿O estás abierto —de
verdad abierto— a escuchar lo que tengan que decir y a encontrar la más
profunda aceptación en tu propia experiencia mientras escuchas?
Cuando ya no buscas nada de ellos, cuando no hay una imagen
que defender, cuando te reconoces como espacio abierto, ¿acaso no hay espacio
para escuchar sin más?
¿No hay espacio para ver el mundo a través de sus ojos, para
descubrir en qué sentido lo que dicen puede ser verdad, para encontrar el lugar
donde realmente la otra persona y tú veáis lo mismo?
¿Y no hay también espacio para ser de verdad sincero sobre
cómo te sientes en respuesta y para permitirles dar su propia respuesta a eso,
incluso aunque no sea la que tú habrías esperado..., incluso aunque dé al
traste con tus sueños, tus esperanzas y tus planes, incluso aunque destruya tu
preciosa imagen de ti, la que has estado protegiendo toda tu vida?
¿Es posible permanecer abierto, pase lo que pase?
J. Foster
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